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Hace algún tiempo quería escribir algo sobre nosotros los cubanos. Quería escribir algo amable, que diera una mejor idea de quienes somos los cubanos que nos interesa Cuba como Patria, como el hogar de lo mas valioso que tenemos en nuestras vidas. Pero buscaba y buscaba las palabras y todas me parecían huecas, tomadas de rehenes por los políticos y demagogos desde hace mucho tiempo y por lo tanto me sonaban vacías, eran como telas desteñidas que trataban de vestir mi alma, pero dejaban ver que fueron usadas muchas veces y no lograban cubrir el mas ligero de mis pensamientos.
Después buscaba entre compatriotas ejemplos que mas que sentirnos orgullosos de ellos nos dejaran ver esa cualidad humana que tenemos todos, de todas partes del mundo, pero en este caso alguien que fuera de Cuba que nos recordara que hay mas que revoluciones, partidos políticos, que nos dejara ver que en Cuba hay seres humanos extraordinarios en su diario vivir que un día tienen la suerte o no de ser ricos, o famosos, pero siguen siendo ante todo bellos cubanos.
En fin, ha sido una búsqueda de largo tiempo, y aunque he encontrado varios me he decidido comenzar por alguien muy especial.
Aunque sea ocioso recordarlo, valga: el cubano Carlos Acosta es hoy uno de las más grandes bailarínes del mundo, y en ese podio sólo lo acompañan dos mitos: Nijinsky y Nureyev. Acosta acaba de publicar su autobiografía No way home. A Cuban dancer’s story
Fue Carlos quien demostró que un príncipe del ballet podía ser negro.
Carlos Acosta, ¡escritor! No hay que asombrarse. Acaso porque Acosta es también coreógrafo, experto en contar una historia. Su vida es la vida de muchos cubanos que han luchado contra las circunstancias de los imperios y el hambre de los años 1990’s
pero hacía falta talento para convertirlo en leyenda: un nacimiento humilde en Los Pinos, la decisión del padre camionero de que fuese bailarín, su rechazo inicial a ello, el advenimiento de la vocación y el momento en que “Air Acosta” inició el vuelo.
El libro nos ofrece esa historia detallada, precisa y catártica:. Era también su manera de exorcizar vicisitudes –entre ellas, varias tragedias familiares– y los entuertos que llegan con la fama. El fundamental entre éstos ha sido el color de su piel. Porque fue Carlos quien demostró que un príncipe del ballet podía ser negro.
Carlos ha otorgado a su historia una parte importante de sí mismo, para contar hechos pasmosos, en los que se siente la mano del destino. Como cuando siendo todavía estudiante de la Escuela Nacional de Ballet, Acosta tuvo que partir al Ballet del Teatro Nuovo de Turín, en Italia. Era su primera salida al extranjero, pero la visa no llegó a tiempo. El adolescente se desploma, derrotado, pero el padre le recuerda, impertérrito: “Mijo, lo que sucede, por malo que sea, conviene”. De haber llegado la visa, Acosta hubiese tomado el avión de Cubana de Aviación que se dirigía a Roma… aquel que nunca despegó porque se incendió con sus pasajeros en la pista del aeropuerto de La Habana.
De manera semejante podemos leer la historia de la invitación del Houston Ballet, justo cuando Acosta se sentía deprimido en el Ballet Nacional de Cuba, al que se había incorporado luego de haber sido principal en el English National Ballet. Fue en el English National Ballet donde Ben Stevenson lo vió. En la compañía cubana, Acosta, ya ganador de dos Grand Prix, el de Lausanne y el de París –los más prestigiosos–, no fue aceptado sino como “solista”, cuatro categorías por debajo de la que ostentaba en la agrupación inglesa. Reponen Edipo Rey, y Carlos ingenuamente espera que le adjudiquen el rol titular que había hecho célebre a Jorge Esquivel. Pero bailó –es un decir– el papel del viejo que debe matar a Edipo. Envejecido por el maquillaje y el vestuario, los demás bailarines lo chiquearon diciéndole que se parecía a Celia Cruz. Carlos se sintió humillado. Lo peor: sabía que pasarían muchos años hasta que pudiese bailar Giselle. Entonces, pensaba, ya sólo podré ser Albrecht con mi corazón y no con la plenitud de mis piernas. Tres semanas después –mientras tanto, había bailado un Espectro de la rosa en el que la malla rosada lo hacía lucir como the Pink Panther–, recibe la carta de Stevenson. Enseguida lo llamó, y una semana más tarde Stevenson aterrizaba en La Habana.
Ya en Houston, la crítica no demoró en reconocer al fenómeno: “el cubano volador”, “el paracaídas”, “el arma letal”… Carlos comenzó a entender que era una estrella, una celebridad. “El mundo será mío, el mundo será mío”, se repetía para hacer desaparecer el dolor físico producido por el sobre entrenamiento al que se sometía, que agravaba una lesión en el tobillo.
Sus éxitos crecían, y Carlos hubiera querido llamar por teléfono a su familia para contárselo. “Pero eso habría significado mirar atrás, y yo le había prometido a mi padre no hacerlo”. Es la relación entre Carlos y sus parientes lo que lo ha definido. El temible “Papito” –lo amenazaba con el machete que guardaba debajo de la cama– no cesa de amonestar al hijo cada vez que flaquea –como cuando se hiere el tobillo en Londres, porque no podía concentrarse en un salto pensando en la familia o siempre que insiste en regresar a Cuba. “Tu lugar no está aquí, entre nosotros. Vete a hacer tu carrera afuera”, le espeta.
En uno de sus intempestivos regresos a la isla, la novia Estefanía –se había convertido en una aliada del padre. En el rencuentro, Carlos padece una erección incontenible, pero Estefanía es una ducha de agua fría: “¿Cuándo te vas de nuevo?, ¿y qué hay de tu carrera?”. Carlos insistía en que olvidase el asunto, pero Estefanía era implacable: “¿Qué vas a hacer aquí? ¿Por qué tú piensas que la gente se está lanzando al mar en balsas?”. La erección se fue, y Estefanía también.
Carlos había sido expulsado de la Escuela Provincial de Ballet en L y 19 por suspender los exámenes. Pero ese año muchos estudiantes no habían aprobado, y el Ministro de Educación permitió, como medida excepcional, que varios de ellos (entre los cuales estaba Carlos) continuasen sus estudios. Entonces los profesores, hartos de ese niño díscolo, lo enviaron en venganza a la escuela de Santa Clara. Fue “Papito” quien lo llevó: había sido un engaño de los maestros, pues el nivel de Carlos no existía en esa escuela. De vuelta a casa (luego de dormir en los bancos de la estacion de ómnibus), la madre fue presa de la indignación, pero esta vez fue el colérico Pedro Acosta quien calmadamente profirió: “Mañana será otro día”. Y al siguiente tomó de la mano a su hijo, rumbo a la escuela de Pinar del Río. Carlos cuenta que nunca volvió a ver a este hombre tan orgulloso comportarse de la forma en que lo hizo, rogando que su hijo fuese admitido.
¿Cuál fue el día mas feliz de vida?. Fue uno del 2003 cuando pudo tener a su madre Maria y a su padre Pedro sentado en uno de los mejores restaurantes de Londres, en Soho. Estaba celebrando muchas cosas, la premier de su propia espectáculo que daba una visión sentimental del ambiente de pobreza de los barrios marginales de la Habana donde nació.
Su historia personal es la de muchos cubanos, solo que la suya termina en Victoria, al menos profesional a diferencia de la de muchos que quedaron en el camino o ahora solo respiran y comen por las calles. Él es un hombre en búsqueda de su propia alma. Por un lado expone sus problemas, pero por otro no busca excusas, o culpables y en el proceso se revelan las características que definen a un ser humano luchador de la honestidad y el esfuerzo y no a ese “luchador” de la delincuencia de la Cuba de hoy que quiere escudarse en esa palabra para no ser llamado bandido, ladrón, corrupto.
Carlos nació en 1973 y en su familia vivir sin dinero era casi un modo de vida. Un día un raro aroma que salía del espacio de la cocina (vivían en 2 habitaciones) saludó al joven Carlos cuando regresaba de la escuela. Su madre había puesto en la mesa los restos asados de sus mascotas: dos conejitos. Nunca mas en su vida ha comido conejo.
Como muchos chicos de su edad estaba obsesionado por el fútbol, , pero cuando tenia nueve años su padre se enteró que los dos hijos de su vecino habían escapado de la pobreza asistiendo a una escuela de ballet local. Carlos se horrorizó. ¿Qué pensarían los amigos del barrio? !Todos dirán que soy gay! Su padre lo tomó de la mano, lo llevo a un lugar apartado y le dijo: “escucha, eres el hijo de un tigre, y el hijo de un tigre hereda las franjas de su padre. Si alguien te dice que eres gay le partes la cara entonces.
Mucho tiempo después Carlos Acosta nos traería de regalo a la Haban el Ballet Real de Londres como un regalo para su gente, su Cuba amada. No para que los funcionarios de siempre lo vieran en sus cómodas butacas , sino para los que estamos en los corazones de los que aun, estando lejos no dejan de ser cubanos.
Y en fin, historia seria demasiado larga. Pero me gusta, y mucho. Porque muchas veces fallan las fuerzas. Muchas veces, todos los días tenemos que enfrentarnos al mensaje de que no somos nada realmente, tenemos que enfrentarnos al hecho de pensar en partir de nuestro país para poder ayudar a nuestras familias, que nuestros sueños son disparates burgueses o sencillamente egoístas. Tenemos que enfrentarnos a la opción de delinquir para poder llevar algo decente de comer a nuestras casas. Y entonces, entre otras muchas cosas buenas que hay en el mundo, pensamos que quizás alguien algún día nos verá realmente como somos, o nuestra tenacidad será recompensada, o las calles volverán a ser nuestras, llenas de gente tranquila y decente aunque no tengan ropa de marca y que algún niño no pierda su mascota para salvar una cena una noche cualquiera.
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